Cielo Nublado. Hermann Hesse. (El Caminante)

Entre las peñas crecen hierbas enanas. Tendido, contemplo el cielo del atardecer que desde hace horas va cubriéndose lentamente de unas nubecillas estáticas y desordenadas. Por allí arriba deben soplar vientos que aquí no se notan, y que tejen los celajes de la nubes como si fueran hilos.

Del mismo modo que la evaporación y la caída de la lluvia sobre la tierra sigue un determinado ritmo, del mismo modo que las estaciones y las mareas se suceden a intervalos fijos, también en nuestro interior todo se desarrolla de acuerdo con las leyes y el ritmo. Existe un tal profesor Fliess que ha calculado ciertas sucesiones numéricas para señalar el retorno periódico de los fenómenos vitales. Suena a cábala, pero seguramente la cábala también es una ciencia. El hecho de que los profesores alemanes se rían de ella, dice mucho en su favor.

La oleada oscura que hay en mi vida, y que tanto temo, llega asimismo con cierta regularidad. Desconozco los datos y las cifras, no he llevado nunca un diario cotidiano. No sé, ni quiero saber, si el número 23 y 27, o cualquier otro número, tienen algo que ver con ello. Lo único que sé es: de vez en cuando, sin causas exteriores, en mi alma se levanta la ola oscura. Proyecta una sombra sobre el mundo, como la sombra de una nube. La alegría suena a falsa; la música, desafinada. La melancolía impera, morir es mejor que vivir. Esta melancolía llega de vez en cuando como un ataque, ignoro con qué intervalos, y cubre lentamente mi cielo de grandes nubarrones. Empieza con inquietud en el corazón, con una sensación de miedo, probablemente con pesadillas nocturnas. Personas, casas, colores y tonos que antes me gustaban se vuelven dudosos y adquieren un aspecto falso. La música da dolor de cabeza. Todas las cartas parecen destempladas y contienen dardos ocultos.

Verse obligado a hablar con la gente durante estas horas es un tormento y acaba inevitablemente en escenas. Estas son las horas a causa de las cuales no se poseen armas de fuego; y es cuando más falta hacen. Se siente ira, dolor y queja contra todo, contra las personas, contra los animales, contra el tiempo, contra Dios, contra el papel del libro que se está leyendo y contra la tela del traje que se lleva puesto. Pero la ira, la impaciencia, la queja y el odio no se refieren a las cosas, y todos se vuelven contra mí. Soy yo quien merece el odio. Soy yo quien introduce en el mundo la fealdad y el tono falso.

Hoy descanso de un día semejante. Sé que ahora puedo esperar una temporada de calma. Sé que el mundo es hermoso, que a veces es infinitamente más hermoso para mí que para nadie, que los colores tienen más dulzura, el aire fluye con más facilidad, la luz flota con más delicadeza.

Y sé que debo pagarlo con los días en que la vida es insoportable. Existen buenos remedios contra la melancolía: el canto, la piedad, el vino, la música, la poesía, el vabagundeo. De estos remedios vivo, como el ermitaño de su breviario. Muchas veces se me antoja que los platillos de la balanza se han desequilibrado, que mis horas dulces son demasiado escasas y poco buenas para compensarme de las malas. A veces, por el contrario, creo que he progresado, que las horas buenas han aumentado y las malas, disminuido. Lo que jamás deseo, ni siquiera en los momentos peores, es un estado intermedio entre lo bueno y lo malo, un término medio soportable, por así decirlo. No, prefiero una exageración de las curvas; prefiero un tormento todavía peor, y, a cambio, ¡un poco más de brillo para los momentos bienaventurados!

Gradualmente, el malhumor se va extinguiendo, la vida vuelve a ser bella, el cielo vuelve a ser hermoso, el vagabundeo vuelve a tener sentido. En estos días del retorno siento algo parecido a la convalecencia: cansancio sin ningún dolor, sumisión sin amargura, gratitud sin desprecio de mi mismo. Con lentitud, las líneas vitales vuelven a subir. Vuelvo a tararear el verso de una canción. Vuelvo a arrancar una flor. Vuelvo a jugar con el bastón. Todavía vivo. Lo he superado. Lo superaré otras veces, quizá con frecuencia.

Me resultaría totalmente imposible decir si este cielo nublado, cuajado de hebras, inmóvil en su movimiento, se refleja en mi alma o viceversa, si no hago más que reflejar en este cielo la imagen de mi interior.

¡Muchas veces es algo tan incierto! Hay días en que estoy convencido de que ningún habitante de la tierra puede observar con tanta exactitud y fidelidad como yo, provisto de mi viejo y nervioso sentido de poeta y vagabundo, ciertos cambios del aire y de las nubes, ciertos matices de colores, ciertas oscilaciones de fragancia y humedad. Y luego, nuevamente, como hoy, me resulta dudoso que haya sido alguna vez capaz de ver, oler y oír, y dudo de que todo cuanto he creído percibir no haya sido tan sólo la imagen, proyectada hacia afuera, de mi propia vida interior.

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Aguas Frías, Medellín.

Un comentario en “Cielo Nublado. Hermann Hesse. (El Caminante)

  1. Hoy descanso de un día semejante. Sé que ahora puedo esperar una temporada de calma. Sé que el mundo es hermoso, que a veces es infinitamente más hermoso para mí que para nadie, que los colores tienen más dulzura, el aire fluye con más facilidad, la luz flota con más delicadeza.

    Y sé que debo pagarlo con los días en que la vida es insoportable. Existen buenos remedios contra la melancolía: el canto, la piedad, el vino, la música, la poesía, el vabagundeo.

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